Reseña
En cada
uno de los capítulos del libro del historiador español Manuel Chust se explica
un breve análisis historiográfico sobre la experiencia “juntera” de cada una de
las provincias hispanoamericanas a partir de 1808, resultado de la crisis de la
monarquía española durante la invasión francesa. El autor de esta obra nos
invita a repensar las motivaciones que condujeron a la nueva formación de los
estados nacionales de Latinoamérica, haciendo énfasis en que los primeros
intereses de los integrantes de las distintas juntas provinciales no tuvieron
como finalidad una “independencia nacional”, sino crear una política interna
autonomista, reconociendo la hegemonía de Fernando VII de España.
El
artículo introductorio, escrito por Chust, “Un bienio trascendental: 1808-1810”,
expone claramente el contexto histórico en Europa y en América a priori a los movimientos
revolucionarios surgidos durante la primera década del siglo XIX en Hispanoamérica.
Estos acontecimientos históricos narrados en la introducción de este libro abordan
los siguientes temas: la rebelión anticolonial en Cuzco bajo el mando del
caudillo Tupac Amaru II en 1780; el segundo Tratado de San Ildefonso de 1796,
en el cual se firma la paz entre España y Francia; el Tratado de Fontainebleau,
firmado en 1807, en el cual se acordó la invasión de Francia y España a
Portugal; la abdicación de Carlos IV; la creación y relación de las juntas con
la Regencia y la Junta Central en las provincias hispanoamericanas, las cuales
influyeron en la revolución política española que inició en 1808; y otros temas
de suma importancia para comprender los antecedentes del proceso juntero en
América Latina.[1]
El
capítulo elaborado por la historiadora Virginia Guedea, “La Nueva España”, es
una síntesis de las nuevas iniciativas políticas y sociales introducidas por el
virrey José de Iturrigaray y los criollos Juan Francisco Azcárate y Francisco
Primo de Verdad, entre otros, entre 1808 y 1810, conformando juntas de gobierno
que tuvieron como objetivo promover los intereses autonomistas de los criollos.
En este sentido, se describen las resoluciones impuestas por el Ayuntamiento de
México para participar como el órgano más importante del gobierno de la
monarquía. Virginia Gudea nos muestra en sus narraciones que el virrey de
Iturrigaray simpatizó con algunas de las aspiraciones políticas autonomistas de
los criollos novohispanos como por ejemplo, la elección de diputados
novohispanos que representaran los ayuntamientos, reivindicando su poder como
representantes de Nueva España ante la Suprema Junta Central Gubernativa. No
obstante, la supremacía depositada en el virrey Iturrigaray frente a la
sociedad novohispana fue provisional en lo que se resolvía la crisis de la
monarquía española.
En
este capítulo, al igual que en los demás capítulos de esta obra, se subraya el
reconocimiento de Fernando VII por parte de las provincias hispanoamericanas y
el rechazo del gobierno francés en España, encabezado por José I Bonaparte,
dejando en claro que en aquellos años las juntas no promovieron por ningún
motivo una revolución independentista. Ya se habla de conspiraciones de
carácter autonomista hasta el año de 1809, las cuales alborotaron a las clases
populares y jugaron un papel
predominante un año después en el movimiento acaudillado por el cura insurgente
Miguel Hidalgo y Costilla, quien manifestó su lealtad a Fernando VII como máxima
autoridad del virreinato de Nueva España y de las demás colonias americanas.
En
lo que respecta al capítulo de Víctor Peralta
Ruiz, “Entre la fidelidad y la incertidumbre. El virreinato del Perú
entre 1808 y 1810”, se advierte la lealtad peruana que prevalecía en el
virreinato a favor de Fernando VII, “Rey y Señor de España y Emperador de las
Indias.”, producto del patrocinio difundido por el virrey José Fernando de
Abascal.[2]
Víctor Peralta sostiene este argumento destacando que en 1809 se patrocinaron algunos diarios, como la Minerva Peruana y obras teatrales, como Loa alegórica a Fernando VII, cuyos
propósitos fueron preservar el fidelismo al monarca español y ocultar la crisis
política aún prevaleciente en España bajo el gobierno bonapartista. Sin embargo,
la magnificencia y la falsedad de la propaganda política en los relatos de la Minerva Peruana provocaron incertidumbre y la creación de una
junta de gobierno en la cual participaron Ramón Eduardo Anchoris y José Mateo
Silva, principalmente. El autor de este capítulo deja en claro que éstos
tuvieron encuentros con los rebeldes de Quito encabezados por Selva Alegre, mas
no se sublevaron en contra del gobierno virreinal ni en contra de España.
En
resumen, Víctor Peralta nos muestra que en el virreinato del Perú no existió un sentimiento de una
política independentista, sino el temor de que el “mal gobierno” de José
Bonaparte colapsara las instituciones políticas y sociales del virreinato, por
lo que fue imprescindible crear una junta de gobierno alterna, que defendiera los
intereses de los criollos peruanos. Se debe dejar en claro que la postura del
virrey Abascal y de la élite criolla del Perú corroboraron su lealtad a
Fernando VII en todo momento.
El
siguiente capítulo “El Reino de Quito, 1808-1810”, escrito por Jaime E. Rodríguez
O., apunta que al igual que en las demás provincias de Hispanoamérica, en Quito
existió un movimiento juntero con el fin de establecer un gobierno autónomo, el
cual reconocía la hegemonía de Fernando VII en el mundo hispánico. Sin embargo,
quizás Quito fue uno de los primeros reinos de América Latina en iniciar un
movimiento de independencia política entre 1808 y 1810, estableciendo gobiernos
regionales en las ciudades Quito, Guayaquil, Cuenca y Popayán. Estos argumentos
los sustenta Jaime E. Rodríguez al examinar algunas fuentes como la Consulta a la Nación y el Manifiesto del Pueblo de Quito, las
cuales hablan sobre las elecciones de diputados y políticos americanos en 1809,
como por ejemplo: José de Silva y Olave, Pedro de Montufar y José Baquijano y
Carrillo, quienes fungieron como representantes del Reino de Quito en la Junta
Central de España. Del mismo modo, en este capítulo se abarca el tema que alude
a la conformación de un Consejo de Regencia conformado por cinco integrantes,
entre ellos un americano.[3]
Referente a lo anterior, el autor considera que el Reino de Quito dio un paso significativo
hacia la formación de un gobierno representativo, dando como resultado los
inicios de una transición del antiguo régimen al nuevo Estado-nación . Asimismo,
afirma que en Quito, existió una guerra civil, producto de las diferencias entre
americanos y españoles; así como entre las diferentes provincias
hispanoamericanas.
Referente al capítulo “Crisis del sistema
institucional colonial y desconocimiento de las Cortes de Cádiz en el Río de la
Plata”, Noemí Goldman expone un análisis historiográfico sobre la suma de
factores suscitados en la Río de la Plata, que pusieron de
manifiesto la fragilidad e
ineficacia del régimen español para mantener su dominio. El factor determinante de esta
fragilidad fue el desconocimiento de las Cortes de Cádiz y el poco fidelismo a
Fernando VII por parte de la Junta Gubernativa del Río de la Plata.
Liniers fue denominado virrey de la provincia;
sin embargo, se destaca que a su muerte la Junta fundaría un gobierno
encabezado por los criollos, desconociendo al gobierno peninsular. En contraste
con las demás provincias americanas, la autora demuestra que los rioplatenses
criollos retomaron algunos modelos de la Ilustración y del dogmatismo de Rosseau,
cuyos principios hacen alusión a la libertad e igualdad del hombre. Con esto se
inició un movimiento revolucionario en búsqueda de soberan ía e
independencia a partir de la segunda década del siglo XIX. Tal como lo sostiene
este capítulo, los levantamientos armados fueron sin duda posibles gracias al
adiestramiento y a la organización de las fuerzas militares rioplatenses, ante
la resistencia de la hegemonía inglesa entre 1806 y 1807. Por último, Noemí
narra sobre las discusiones referentes a cómo y quién debía gobernar en la
provincia en los años subsecuentes a la revolución de independencia.
El capítulo “La reasunción de la soberanía
por las juntas de notables en el Nuevo Reino de Granada”, redactado por el
historiador Armando Martínez Garnica, presenta un proceso histórico en el cual
se conformaron: la Junta Central de Santafé y las juntas provinciales desde
1809. En el preámbulo de este capítulo el autor muestra el fervor cristiano
existente en aquella época, el cual se fundamentaba en los relatos de San Pablo
y San Agustín, quienes destacaban que la obediencia al soberano depende de sus
actos, y que es elegido por Dios para gobernar de manera justa. Por lo tanto,
el pueblo tiene el derecho de desplazarlo en caso de ser tirano. Con este
argumento, Armando Martínez hace hincapié en la necesidad que existía de crear juntas,
con el propósito de defender a las colonias de los intereses de los franceses y
de la tiranía del gobierno de José Bonaparte. Además revisa diarios y gacetas
que introdujeron la difusión de la soberanía popular en el reino: La Gaceta Ministerial de Cundinamarca, la Gaceta de Caracas y La Bagatela. [4]
Armando Martínez confirma el hecho de que en estos tiempos no existió una
ruptura con el titular de la monarquía española. Más bien destaca el
reconocimiento de la autoridad de las Juntas Supremas provinciales, cuando el
primer Congreso del Nuevo Reino de Granada (22 de diciembre de 1810) sustituye
al Consejo de Regencia.
“La Junta de Caracas”, narrada por Inés
Quintero, trata sobre la suspicacia existente en la provincia de quién iba
gobernar en España en ausencia de Fernando VII y el intento de crear
juntas desde 1808, dando como resultado
la fundación de un gobierno alterno y soberano. A diferencia de las demás
provincias americanas, Inés Quintero no descarta la participación de mantuanos,
criollos y peninsulares en el movimiento juntero ocurrido en 1808, en el cual
se apoyaría a España en todo momento. Esto manifiesta que la provincia de
Caracas no pretendía desvincularse de España en un inicio. Fue la presentación
de los principales de la sociedad venezolana, quienes adelantaron el proyecto
de independencia y construyeron una república totalmente opuesta a los
principios del régimen colonial.
En conclusión, se debe
subrayar que esta obra le ofrece al lector una descripción bastante clara de e
imparcial de cómo fueron los movimientos junteros en Hispanoamérica a
principios del siglo XIX. Para los interesados en el estudio de las
independencias de América Latina este libro es fundamental, ya que diverge de
los relatos de la historia oficial, que en muchas ocasiones tergiversan el
contexto histórico de esta época, con el objetivo de crear un sentimiento
nacionalista entre los hispanoamericanos. La historiografía del movimiento
juntero en América Latina parte de la crisis de la monarquía española ocurrida
en 1808. En todo momento, Manuel Chust y sus autores invitan al lector a
reflexionar sobre el fidelismo de las provincias americanas a Fernando VII y el
rechazo al “mal gobierno” francés encabezado por José Bonaparte; móvil
principal para la conformación de nuevos gobiernos soberanos y autónomos en
Hispanoamérica. Los autores de cada capítulo dejan en claro que las
confrontaciones ocurridas durante el movimiento juntero no tuvieron como
finalidad independizarse de España, sino más bien fueron disputas por el poder
entre los mismos colonos americanos, ya sean peninsulares o criollos; así como
también el temor y el repudio al gobierno francés de José Bonaparte. Fue a
partir de la segunda década del siglo XIX, es decir, después de 1810, cuando
estallaron las primeras revoluciones en Hispanoamérica en búsqueda de una
independencia política de España, que dieron como resultado la conformación de
nuevas naciones y la promulgación de nuevas constituciones, basadas sin duda en
los principios liberales inscritos en la Constitución de Cádiz de 1812. Desde
la perspectiva de varios historiadores, durante la primera etapa de las
insurrecciones independentistas en Hispanoamérica surgieron guerras civiles
entre los mismos grupos criollos. El caso de México fue distinto debido a que
los grupos populares se unieron a los criollos (insurgentes), quienes
encabezaron los movimientos revolucionarios de 1810. Por último, es preciso
ubicar al historiador Manuel Chust como discípulo de la tendencia
historiográfica de François-Xavier Guerra, ya que rescata la historia política,
no sólo como hechos sino también sobre los actores políticos y sus ideas. Esta
corriente historiográfica se aleja de las influencias estructuralistas que se
refieren preeminentemente a procesos económicos y sociales.